De la redacción de LA NACION
He visto desde el corazón de este diario, en más de medio siglo, muchas desmesuras inexplicables en la vida pública de un país que está organizado constitucionalmente, pero pocas más extravagantes que la que he estado viendo ahora.
He visto, después de la Revolución Libertadora de 1955, a lo largo de casi cuatro años, una sucesión de más de treinta irrefragables, intermitentes planteamientos militares que terminaron por abatir el gobierno constitucional de Arturo Frondizi. Todavía no sé por qué y para qué lo derribaron; tal vez tampoco los actores lo hayan sabido nunca.
He visto cómo caía el gobierno de Arturo Illia, dechado de inspiración democrática, por la fuerza convergente de militares, empresarios ?algunos, de la industria farmacéutica extranjera y del negocio petrolero?, de sindicalistas e intelectuales.
He visto a parte de estos últimos reconvertidos más tarde, en asombroso giro, en el mal llamado progresismo, que se había hecho un lugar destacado en la sociedad de nuestros días (las derivaciones de la crisis con el campo han dejado, por lo menos, la suerte de ese espacio en suspenso). Con el derrocamiento de Illia quedó, en el balance central de los sesenta, el haber empedrado el camino a la violencia impiadosa de los años que siguieron.
La exacerbación de posiciones a raíz de la Guerra Fría contribuyó, por su parte, a petrificar aquella tarea.
He visto el delirio de bandas armadas de izquierda y de derecha, que en la década de los setenta mataban, robaban, depredaban con el impulso ciego y soberbio del fanatismo. Abrevaban en una diversidad ideológica que se hubiera dicho en crisis terminal al consumirse el comunismo soviético en su propia vacuidad, en 1989/90. No ha sido así por estos lados. América latina es el continente con el mayor número de gentes desentendidas de lo sucedido con aquella macabra experiencia del siglo XX.
He visto la saña con la cual al terror de las organizaciones civiles armadas se contestó desde el Estado con un terror no menos sangriento. He visto eso y más. Y, en todos los casos configurados por la irracionalidad, la furia o la intemperancia bruta, he percibido una ley invariable: los mayores de-
satinos en la vida pública del país han estado embalsamados en la pérdida de la conciencia humana sobre la pobre fragilidad de la condición última de todos los seres sin excepción.
La experiencia ha demostrado que cuando, por ignorancia o sobrevaloración de las propias fuerzas, hay un desenfreno voluptuoso en la fantasía de imponer el poder sobre otros, se encuentra, tarde o temprano, un límite infranqueable en el orden natural, sin el cual es imposible la convivencia civilizada entre los hombres. Algo tan simple como eso.
Estrepitosamente para unos, institucionalmente para todos, el límite del orden natural de las cosas se hizo sentir en la Cámara de Senadores de la Nación, anteayer de madrugada.
Lejos de estar ante un fin, estamos ante un renovado comienzo. Ahora, lo importante ha pasado a ser que, en adelante, a la sinrazón no se oponga la fuerza de los hechos, el desorden o el desprecio por el adversario, sino la reflexión serena y la grandeza de ánimo; que prevalezcan de una vez por todas la moderación, la prudencia, la reafirmación en la sabiduría instintiva condensada en instituciones probadas en sus bondades.
En situaciones extraordinarias como las de estas horas, cuando el péndulo de la política parecería haberse zafado al fin del punto de tensión máxima al que había sido llevado al cabo de cinco años, se corre el riesgo de precipitarse en exceso en dirección contraria. Los oportunistas son cazadores al acecho en este tipo de cambiantes circunstancias.
Las dos últimas administraciones gubernamentales se han distinguido hasta aquí por una tendencia a producir hechos de provocación nada habituales. Debe dejarse atrás este capítulo en que ha sido difícil encontrar, aquí y en el exterior, hombres, sectores, gobiernos, empresas, instituciones religiosas y laicas, civiles y militares a las que no se haya agraviado en algún grado de desconsideración. Esa tarea de reconstrucción de la convivencia exige contener gestos de aprovechamiento desleal de lo que ha de ser, sin duda, la hora más amarga en la carrera política ?signada por no pocos triunfos? de quienes han regido durante un lustro los destinos del país.
Debe tenderse la mano hacia quienes han sido por obcecación artífices de la propia derrota e invitarlos, una vez más, al diálogo con los adversarios. ?Ese diálogo ?recomendaba Octavio Paz? exige, simultáneamente, firmeza y ductilidad, flexibilidad y solidez.? Y un ex presidente argentino, experimentado tanto en la gestión y en los éxitos resonantes como en los reveses más graves de la política, se preguntaba hace horas, con ánimo de sugerencia: ?¿Qué ocurriría, qué no ocurriría, si la Presidenta llama a Cobos y, corrigiéndose, le confiesa: «Ha sido un precio duro, pero ha sido el precio de la democracia. Vale la pena pagarlo; sigamos adelante»??.
A veces, la historia enseña en vano sus lecciones. Bastó que el teniente general Lanusse desafiara en 1972 a Perón, diciéndole: ?No le da el cuero para volver al país?, para que volviera, aun sin saber con qué suerte final lo haría. Lanusse había cerrado a Perón toda puerta que no fuera la de contestar un desaire insostenible. Y en la desmesura cuyas consecuencias han conmovido ahora al país, bastó la notificación de que el Gobierno estaba dispuesto a poner al campo de rodillas para que éste redoblara una lucha en principio perdidosa.
Si el Estado, como decía también Paz, está para defender a los hombres de los hombres, y no para agredirlos, hay mucho por delante y urgente, para hacer con la ayuda fraterna de todos. Si lo logramos, se habrá dejado atrás un tiempo que no ha de figurar precisamente en la más grata antología de vivencias argentinas.
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